Antonin Dvorak: Rusalka , Ópera del INBA, 26 de abril 2018
La Rusalka de la Ópera del INBA (Dejemos ya esa idea de que
se trata de una ópera nacional), representa estrictamente el primer montaje de
Alonso Escalante en su regreso a la dirección de este proyecto. Si juzgamos por
la entusiasta respuesta del público, la nueva etapa de Escalante ha llegado con
el pie derecho.
Quisiera detenerme un momento en la selección del título, o
al menos en lo que representa pues ignoro si se trata de una decisión de Alonso
o algo contemplado desde el régimen de Lourdes Ambriz. Al menos simbólicamente
es una apuesta a grandes títulos del repertorio que han sido marginalizados en
México debido a la apuesta continua por lugares comunes de la ópera.
Evidentemente el reto es grande, pues hacer una Rusalka de
resultados mediocres no habrían disipado las críticas sobre algunos resultados
artísticos anteriores. Para sortear cualquier problemática de montaje Escalante
se ha valido de un equipo que en León Guanajuato le reportó grandes éxitos; la
dupla Enrique Singer – Jorge Ballina. Los escenarios, simples, cercanos al
colorido de los cuentos infantiles lograron bellos cuadros como el de la luna
llena, rotunda, casi simulando una factura de queso y que aparecía en el
escenario cada vez que Rusalka se encontraba en su elemento natural. Esta luna
hacía su desplazamiento en un horizonte oval nocturno, de bello azul. Sin
embargo, la propuesta de los actos externos fue para mi mucho más lograda que
la del acto central. A favor de este puedo decir que Singer y su equipo
lograron contrastar efectivamente el medio sobrenatural con el humano; mucho
más prosaico.
Otro elemento interesante del concepto ha sido el agua:
presente en la música de Dvorak con esa diáfana escritura para el arpa,
instrumento que forma parte de la caracterización musical de Rusalka. Visualmente
fue bien conseguido por una red ondulante circular que subía y bajaba, dándonos
diversas perspectivas del agua, así como un piso en desniveles. La red podía cubrir todo el escenario, como al
principio en la escena de las ninfas o abajo como prácticamente en todo el
segundo acto.
Como ocurre en una primera función (y como lo hemos padecido
quienes hemos dirigido proyectos operísticos)
hubieron un par de momentos cómicos involuntarios; en el primer acto,
tras el aria de la luna de Rusalka, el satélite se convulsionó producto de un
movimiento rápido y un detenimiento abrupto (¿Será este un comentario respecto
a las elecciones que vienen?). En otro momento, durante la aparición de
Jezibaba en el tercer acto, Belem Rodríguez quedó atorada en la red ondulante
del “agua” por las complejas protuberancias de su vestuario, teniendo que
cantar desde atrás, estáticamente, hasta que a través de ciertas señas y
movimientos Carlos Carrillo, estupendo bailarín como la anguila (más
bien para mí un íncubo) logró a través de una coreografía improvisada, liberar
a su ama. Afortunadamente Belem pudo haber cantado en cualquier posición y con
esa voz amplia, poderosa, se pudo haber escuchado de igual manera.
El segundo acto me pareció escueto en su presentación del
palacio del príncipe; un pasillo con niveles y una hilera de candiles que
podían subir y bajar, dispuestos al centro del mismo. También había barandales
de madera enmarcando este escenario. Tal vez si se hubieran tenido otros
vestuarios habría sido más efectivo. Francamente no me gustaron; ni Rusalka, ni
la princesa extranjera, ni el príncipe lucieron. Los vestidos de las dos
mujeres no les favorecían la figura y distaban de ser elegantes. Eran como
harapos elegantes. El traje gris del príncipe pudo haber sido rentado en
cualquier tienda de novias del pueblo de tu elección.
La dirección escénica de Singer me pareció efectiva en hilar
la historia y en plantearnos a Rusalka como una “outsider”, un ser alejado de
la sociedad, sus convenciones, su hipocresía. A pesar de que coincido con el
desarrollo del personaje principal, hay ciertos aspectos que no me
convencieron, quizás por faltarles pulimiento y desarrollo con el paso de las
funciones. La escena de las ninfas y el vodnik (un guiño a escena similar del
“Oro del Rhin” ) me pareció torpe; completamente alejada de un jugueteo sexual.
Si bien Lucía Salas, Edurne Goyarsu y Nieves Navarro cantaron pulcramente,
incluso con una vena verdaderamente emotiva en el tercer acto, sus trazos
resultaron más aptos para una escena de cabaret que para creaturas virginales;
sus movimientos carecían de gracilidad y encanto.
De la misma forma, en el segundo acto, el príncipe se
abalanza inmediatamente sobre la princesa extranjera, hecho que debería de
llevarse a cabo con mayor sutileza, in crescendo. Y qué decir de la polonesa
del segundo acto. No entiendo por qué para muchos directores de hoy el juego de
seducción tiene que ser burdamente sexual; música tan elegante como este número
se echa a perder con la terrible coreografía de Franco Cadelago, carente de
plasticidad, horrenda en su vulgaridad e inconsciente de la grandeza y
elegancia de esta magnífica página y en donde, paradójicamente la Orquesta del
Teatro de Bellas Artes, tuvo un gris momento carente de chispa, con trompetas
sordas y un tiempo poco brillante bajo la batuta de Srba Dinic. En contraste
los dos actos externos me parecieron muy bien logrados; gracias al momento de
reposo que nos da la presencia de Antonio Duque, estupendo guardabosques y
Carla Madrid como el joven cocinero, bien caracterizados y vocalmente
adecuados. También los encuentros de Rusalka con Jezibaba y la presencia del
íncubo lograron momentos dramáticos efectivos. Daniela Tabernig como Rusalka
logró desplegar todas las facetas de este estupendo personaje; sus deseos, sus
inseguridades, su alienación del mundo humano.
Taberning encarnó una Rusalka vulnerable, su voz posee un
vibrato rápido y un sonido de cierta morbideza lo que nos recuerda un poco a
sopranos de antaño. Para los que hemos
visto al menos a Rene Fleming por HD en este papel encontramos que Tabernig
carecer del timbre perfecto y radiante de la estadounidense. Sus notas altas no
poseen la soltura de otras colegas, el si agudo de la canción de la luna se
notó apretado, por ejemplo. A pesar de lo anterior, Taberning creció en el
personaje, tanto en pantomima cuando no puede hablar en el mundo de los humanos
como en el encuentro con su padre y para el acto III había crecido a alturas de
gran emotividad; proyectando su voz en lo que hoy es una acústica ligeramente
difícil (cálida pero cruel con voces más pequeñas) y en la suma total de su
trabajo, dándonos una Rusalka más que digna.
Khachatur Badalian fue un príncipe un poco más variable. El
tenor ruso posee un timbre bello y el color ideal para el personaje, sin embargo
en su aria del primer acto no logró proyectar con efectividad su voz, a
momentos carecía del volumen y presencia que debe de tener este papel lírico
spinto. En el segundo acto fue más convincente y en su dueto final logró un
buen momento de canto emotivo, sólido, al lado de Taberning.
Kristinn Sigmundsson hizo un Vodnik de grandes ligas. El
bajo islandés a sus 67 años mantiene un timbre bello, cálido, sonoro, incluso
dúctil en su rango más alto como en su monólogo del acto II. Su presencia es
granítica, es un hombre gigante, pero aún así en la relación con su hija logró
esos destellos paternales. Fue un placer reencontrarme con la voz de este
estupendo artista, 13 años después de haberlo escuchado en Sarastro.
Belem Rodríguez, cuando está en su repertorio, no le pide
nada a nadie. Inteligencia, trabajo, versatilidad son características que nos
obsequia esta estupenda mezzo, orgullosamente mexicana. Ya sea en ruso,
francés, italiano o checo, Belem logra adentrarse en sus personajes; su bruja
Jezibaba fue imperiosa, de grandes gestos. El vestuario fantástico, el color
vocal oscuro, el cañón en la voz, la hacen una artista que debería de ser más
convocada. Su aria de encantamiento, su risa sardónica, la fuerza de su canto,
le granjearon un gran reconocimiento al final.
Celia Gómez me convenció menos en el papel de la princesa
extranjera, un rol que es como un tour de force en el acto II y el cual
requiere de una spinto, frente a la Rusalka lírica. Aquí el timbre de Gómez
pierde en algunos puntos la firmeza que me habría gustado escuchar, por ejemplo
cuando sube o requiere generar mayor volumen vocal, a momentos tenía que
trabajar para hacerse oír entre la orquesta. En sus momentos finales si alcanzó a generar un canto dramático, más redondo. La caracterización apuntó hacia la seducción pero no ayudó en nada su vestuario, vaporoso, poco estilizado, de escote burdo.
El Coro y la Orquesta de Bellas Artes se fajaron en esta
poderosa, atmosférica y colorida partitura de Antonin Dvorak, una verdadera
obra maestra operística. El trabajo que Srba Dinic ha realizado con el ensamble
ha dado como resultado un cuerpo de cuerdas bien lustrado, alientos finos,
cornos bastante limpios, percusiones que verdaderamente soportan, como debe de
ser, la fuerza de la escritura. Me habría gustado un sonido de trompetas más
brillante. Los tiempos fueron sensibles (salvo mi reproche a la polonesa),
incluso emocionantes como en los finales de los dos primeros actos, adquiriendo
gran emotividad en la conclusión, permitiendo la expansividad de los temas más
lánguidos. El coro igualmente desplegó un buen sonido desde los palcos, en el
acto II.
Esta reflexión personal (ya que no la considero una crítica)
la hago como un amante de la ópera, no desde mi puesto como presidente de un
organismo cultural o director artístico de un proyecto operístico. Quiero subrayar que
considero esta producción de Rusalka como un gran comienzo de esta nueva etapa
de Alonso Escalante; el público lo sintió así y los resultados logrados, con
las excepciones apuntadas, hacen prometedora al resto de la temporada. Por lo
pronto se hizo Rusalka, se hizo bien.
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