Cayendo con Victoriano en el Festival de Teatro Nuevo León 2011
El Festival de Teatro Nuevo León 2011 mostró en gran medida la continua consolidación de este magnífico proyecto. Sin lugar a duda uno de los más importantes abanderados por CONARTE. En una ciudad amagada por la violencia proyectos como este son contundentes para reflexionar y encontrar el diálogo intelectual que se ha perdido con el relumbre de oropel y vacuidad cotidiano.
“Cayendo con Victoriano” de Luis Enrique Gutiérrez Ortiz-Monasterio es una de esas obras compactas que pasan en un suspiro gracias al poder de la historia (con diversas alusiones a nuestra realidad actual) y a una dinámica concepción de parte del director Luis Martín.
La obra está basada en el libro “La esposa de un diplomático” de Edith O’Shaughnessy, esposa del encargado de asuntos de negocios de los Estados Unidos en México durante la dictadura de Victoriano Huerta. Entre los personajes históricos que podemos apreciar en escena se encuentra la propia Edith quien es el hilo conductor de la trama y quien desde el “presente” narra sus reminiscencias del pasado. Dichas reminiscencias adquieren vida en cuadros de diálogo bien logrados. La caracterización de Ana Verónica Muñoz fue convincente, logrando un sorprendente matiz de gestos que retrataron a esta mujer de la alta sociedad estadounidense, poseedora de un cierto orgullo clasista atemperado. Edith se nos presenta como una mujer ajena al maquiavelismo político, enfocando sus simpatías hacia la curiosa figura del dictador en su vida íntima.
Además de la relación de Huerta con Salvador Díaz Mirón, encarnado de forma directa y natural con dejos de ironía y cinismo por Raoul Bretón, los momentos más emotivos de la obra se dan en las escenas entre Huerta y Nelson O’Shaughnessy. Es aquí donde vemos las actuaciones más sobresalientes dentro de un reparto ya de por si ejemplar. Alfredo Huereca, como Victoriano Huerta, domina cada escena en la que aparece, sin opacar a los otros personajes. El dictador se nos aparece voluble, considerado, agresivo, cálido, en resumen tremendamente humano y esto es uno de los aspectos fascinantes y macabros de la obra. Huereca subraya la violencia inherente del político mexicano, la cual es atemperada por el carisma y aplomo.
William Blechingberg, encarna un diplomático elegante pero generalmente débil que contempla con horror los hechos que suceden en México sin que él o su gobierno encuentren una forma adecuada de intervención. La relación entre este y Huerta parece más la de un padre e hijo. Ambos comparten el gusto por la bebida, aunque Nelson, como buen puritano, esconde su afición.
Lo pasmoso de la obra es la simpatía que sentimos por Victoriano Huerta. A momentos parece como si Gutiérrez Ortiz-Monasterio jugara con nosotros; explora la capacidad de empatía que podemos sentir por cualquier figura política. Todos somos responsables de la legitimación de los caudillos, aún y los más dudosos, parece decirnos el dramaturgo. La revolución está llena de esos heroes falsos de sangre y traición.
Las similitudes entre el México de 1914 y el de hoy son patentes. Hemos heredado y perfeccionado los vicios que a partir de la revolución y los albores del PNR han formado parte del status quo de México. La corrupción rampante, la ingobernabilidad, la ineptitud del congreso. Todo esto nos atormenta día con día. Luis Martin no tiene reparo en subrayar estas similitudes, jugando con algunos anacronismos puntuales.
Su dirección generalmente es efervescente con algunas transiciones de reposo como cuando Edith retoma la narración. La economía de medios de la producción del propio Alfredo Huereca es trabajada con efectividad; Sobre el escenario todo el mobiliario está dispuesto desde el inicio. Un par de mesas con sus sillas de época. Vestuarios efectivos y lo suficientemente detallados para redondear a los personajes históricos. Lo que varían son los cambios de iluminación que destacan lo cuadros-escenas en cuestión. Hay una lógica bien trabajada pues estos cuadros no son más que las remembranzas de Edith que deambula a lo largo de la escena. En realidad nos asomamos al cerebro de la narradora.
“Cayendo con Victoriano” es una importante metáfora de la realidad de México, vista a través de un episodio indignante de la historia. El día que perdamos la capacidad de manifestarnos – utilizar nuestra “lengua” - ese día nos habrá ganado la ignominia. Más vale que no la dejemos conservada en un frasco.
“Cayendo con Victoriano” de Luis Enrique Gutiérrez Ortiz-Monasterio es una de esas obras compactas que pasan en un suspiro gracias al poder de la historia (con diversas alusiones a nuestra realidad actual) y a una dinámica concepción de parte del director Luis Martín.
La obra está basada en el libro “La esposa de un diplomático” de Edith O’Shaughnessy, esposa del encargado de asuntos de negocios de los Estados Unidos en México durante la dictadura de Victoriano Huerta. Entre los personajes históricos que podemos apreciar en escena se encuentra la propia Edith quien es el hilo conductor de la trama y quien desde el “presente” narra sus reminiscencias del pasado. Dichas reminiscencias adquieren vida en cuadros de diálogo bien logrados. La caracterización de Ana Verónica Muñoz fue convincente, logrando un sorprendente matiz de gestos que retrataron a esta mujer de la alta sociedad estadounidense, poseedora de un cierto orgullo clasista atemperado. Edith se nos presenta como una mujer ajena al maquiavelismo político, enfocando sus simpatías hacia la curiosa figura del dictador en su vida íntima.
Además de la relación de Huerta con Salvador Díaz Mirón, encarnado de forma directa y natural con dejos de ironía y cinismo por Raoul Bretón, los momentos más emotivos de la obra se dan en las escenas entre Huerta y Nelson O’Shaughnessy. Es aquí donde vemos las actuaciones más sobresalientes dentro de un reparto ya de por si ejemplar. Alfredo Huereca, como Victoriano Huerta, domina cada escena en la que aparece, sin opacar a los otros personajes. El dictador se nos aparece voluble, considerado, agresivo, cálido, en resumen tremendamente humano y esto es uno de los aspectos fascinantes y macabros de la obra. Huereca subraya la violencia inherente del político mexicano, la cual es atemperada por el carisma y aplomo.
William Blechingberg, encarna un diplomático elegante pero generalmente débil que contempla con horror los hechos que suceden en México sin que él o su gobierno encuentren una forma adecuada de intervención. La relación entre este y Huerta parece más la de un padre e hijo. Ambos comparten el gusto por la bebida, aunque Nelson, como buen puritano, esconde su afición.
Lo pasmoso de la obra es la simpatía que sentimos por Victoriano Huerta. A momentos parece como si Gutiérrez Ortiz-Monasterio jugara con nosotros; explora la capacidad de empatía que podemos sentir por cualquier figura política. Todos somos responsables de la legitimación de los caudillos, aún y los más dudosos, parece decirnos el dramaturgo. La revolución está llena de esos heroes falsos de sangre y traición.
Las similitudes entre el México de 1914 y el de hoy son patentes. Hemos heredado y perfeccionado los vicios que a partir de la revolución y los albores del PNR han formado parte del status quo de México. La corrupción rampante, la ingobernabilidad, la ineptitud del congreso. Todo esto nos atormenta día con día. Luis Martin no tiene reparo en subrayar estas similitudes, jugando con algunos anacronismos puntuales.
Su dirección generalmente es efervescente con algunas transiciones de reposo como cuando Edith retoma la narración. La economía de medios de la producción del propio Alfredo Huereca es trabajada con efectividad; Sobre el escenario todo el mobiliario está dispuesto desde el inicio. Un par de mesas con sus sillas de época. Vestuarios efectivos y lo suficientemente detallados para redondear a los personajes históricos. Lo que varían son los cambios de iluminación que destacan lo cuadros-escenas en cuestión. Hay una lógica bien trabajada pues estos cuadros no son más que las remembranzas de Edith que deambula a lo largo de la escena. En realidad nos asomamos al cerebro de la narradora.
“Cayendo con Victoriano” es una importante metáfora de la realidad de México, vista a través de un episodio indignante de la historia. El día que perdamos la capacidad de manifestarnos – utilizar nuestra “lengua” - ese día nos habrá ganado la ignominia. Más vale que no la dejemos conservada en un frasco.
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